7 de octubre de 2013

La Magdalena de Proust

"Me parece muy razonable la creencia celta de que las almas de aquellos que hemos perdido quedan cautivas en algún ser inferior, en un animal un vegetal, una cosa inanimada, perdidos efectivamente para nosotros hasta el día, que para muchos nunca habrá de llegar, en que pasamos junto al árbol, que entramos en posesión del objeto que las aprisiona. Entonces se estremecen, nos llaman y, en cuanto las reconocemos, cesa el hechizo. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y vuelven a vivir entre nosotros.
Lo mismo pasa con nuestro pasado. Es tiempo perdido procurar evocarlo, todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está oculto lejos de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que puede darnos ese objeto material), que no sospechamos. Depende del azar que encontremos ese objeto antes de morir, o que no lo encontremos.
Hacía ya muchos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama de acostarme ya no existía para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre, al ver que tenía frío, me propuso que tomara, contra mi costumbre, un poco de té. Me negué primero y luego, no se por qué, cedí. Ella mandó a buscar uno de esos bollitos cortos y rollizos llamados "magdalenas", que parecen haber sido moldeados en la valva ranurada de una concha de peregrino. Y luego, maquinalmente, abrumado por el pesado día y la perspectiva de una triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té, en el que había dejado ablandarse un trozo de bizcocho. Y en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas del bizcocho tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que pasaba en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin noción de lo que lo había causado. Y este placer había vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa: o, mejor dicho, esa esencia no estaba en mí, era yo mismo. Cesé de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde provenía esa poderosa alegría? Sentí que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero lo sobrepasaba infinitamente, no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Cómo apresarla? Bebí un segundo sorbo y no encontré más que en el primero; un tercero, que me dio un poco menos que el segundo. Era el momento de detenerse: la virtud del brebaje parecía disminuir. Estaba claro que la verdad que yo buscaba no estaba en él, sino en mí. Él la había despertado, pero no la conocía, y no podía más que repetir indefinidamente, cada vez con menos fuerza, ese mismo testimonio que yo no sabía interpretar, y que al menos quería poder interrogar y encontrar intacto, a mi disposición, en seguida, para llegar a un esclarecimiento decisivo. Dejé la taza y me volví hacia mi alma. Era ella quien debía descubrir la verdad. Pero, ¿cómo? Hay grave incertidumbre todas las veces que el alma se siente sobrepasada por sí misma; cuando ella, la investigadora, es la comarca oscura en la que hay que buscar y en la cual todo su equipaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No sólo eso: crear. El alma está frente a algo que todavía no es y a lo que sólo ella puede realizar, hacer entrar después en su luz.
Y continué preguntándome cuál podía ser ese estado desconocido, que no traía consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, de su realidad, frente a la cual se desvanecen las otras realidades. Intenté hacerlo reaparecer. Retrocedí con el pensamiento hasta el momento en que había tomado la primera cucharada de té. Encontré el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Exigí a mi espíritu un esfuerzo más, para recobrar otra vez la sensación que huía. Y para que nada quebrara el impulso que intentaba captarla, hice a un lado todo obstáculo, toda idea extraña, protegí los oídos y la atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero, al sentir que mi espíritu se fatigaba sin triunfar, lo forcé por el contrario a asir esa distracción que yo le rehusaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de la tentativa suprema. Luego, por segunda vez, hice el vacío a su alrededor, puse ante él el sabor aún reciente de aquel primer sorbo, y sentí estremecerse algo en mí, algo que se desplazaba, quería elevarse, algo que había perdido ancla a gran profundidad; no sabía qué era, pero la cosa subía lentamente; experimenté la resistencia y oí el rumor de las distancias atravesadas.
Seguro, lo que así palpitaba en el fondo de mí debía ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a aquel sabor, intentaba seguirlo hasta llegar a mí. Pero se debatía muy lejos, demasiado confusamente; apenas percibía yo el reflejo neutro en que se confundía el inasible torbellino de colores que se agitaban; pero no podía distinguir la forma y demandarle, como al único intérprete posible, que tradujera el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, pedirle que me dijera de qué circunstancia particular, de qué época del pasado se trataba.
¿Llegaría a la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico había venido de tan lejos a solicitar, a conmover, a levantar en el fondo de mí? No lo sabía. Ahora no sentía nada, estaba detenido, tal vez había vuelto a descender; ¡quién sabe si alguna vez volvería a  remontarse desde su noche! Diez veces debí recomenzar, inclinarme hacia él. Y cada vez la pereza que nos aleja de cada tarea difícil, de toda obra importante, me aconsejaba abandonar, tomar mi té pensando simplemente en mis preocupaciones de hoy, en mis deseos de mañana, que se dejaban rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto apareció el recuerdo. Aquel sabor era del pedacito de "magdalena" que el domingo por la mañana en Combray (porque ese día yo no salía  antes de la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días en su cuarto, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo empapado en su infusión de té o de tilo. La vista de la "magdalena" no me había recordado nada, hasta que la probé; tal vez porque habiéndola visto después con frecuencia en las mesas de las confiterías, sin comerla, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes;  quizá porque de esos recuerdos dejados tanto tiempo fuera de la memoria nada sobrevivía, todo se había disgregado; las formas -y también la de la pequeña concha azucarada, tan gordamente sensual bajo sus pliegues severos y devotos- se habían abolido o, adormiladas,  habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido unirse a la conciencia. Pero, cuando nada subsiste de un pasado antiguo tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas,, solas, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor quedan todavía largo tiempo, como almas, para memorizar, aguardar, esperar, sobre la ruina de todo el resto, para llevar sin doblegarse, en su gota impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.
Y cuando reconocí el sabor del trozo de "magdalena" empapado en el tilo que me daba mi tía (aunque todavía ignoraba y debía descubrir mucho más tarde por qué ese recuerdo me hacía tan dichoso), la vieja mansión gris sobre la calle a la que daba su cuarto se presentó como un decorado de teatro para ajustarse sobre el pabelloncito que daba sobre el jardín, que mis padres habían construido en la parte trasera (aquél panel truncado que sólo yo había visto hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana a la noche y en todas las épocas, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, las calles donde iba a hacer mandados, los caminos que tomábamos cuando hacía buen tiempo. Y como en ese juego de los japoneses que se entretienen en mojar en un recipiente de porcelana lleno de agua pedacitos de papel hasta ese momento indistintos y que, apenas sumergidos, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, en casas, en personajes consistentes y reconocibles,  del mismo modo ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque de monsieur Swann, los nenúfares de Vivonne, las buenas gentes de la aldea, sus viviendas chiquitas, y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo lo que adquirió forma y solidez, surgió, aldeas y jardines, de mi taza de té."
Marcel Proust En busca del tiempo perdido

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