30 de enero de 2013

Las raíces de un sabor nuestro, el puchero

Encontrar las raíces, un objetivo que si bien tiene un atractivo especial trae consigo un compromiso de este presente con ese pasado, que al etregársele, le dará un nuevo sentido.
Ahora bien, ¿dónde debemos dirigirnos en nuestra humilde "excavación arqueológica"? Podemos hacerlo apoyados en los utensilios que conocemos eran usados para cocinar en las diferentes épocas, o en su defecto, en los grabados o pinturas que los reproducen. También en obras literarias en las cuales, a pesar de ser ajenas a intenciones culinarias, se encuentran datos que enriquecen en la combinación con el anterior material.
Comenzaremos con el español Juan Ruiz, el itinerante Arcipreste de Hita, poeta que no rechazaba la belleza en las pequeñas cosas: "más alegría fazen los que son más menores".
En su "Libro de Buen Amor" donde está presente toda la sociedad española de la primera mitad del siglo XIV, nos dice: "Algunos en sus casas pasan con dos sardinas / en ajenas posadas demandan gollorías: / desechan el carnero, piden las adefinas, / decían que no comerían tocino sin gallinas".
¿Qué son las adefinas mencionadas por el Arcipreste, en su vital libro, como una comida superior al carnero, que en esos tiempos era considerado de un nivel mayor que la carne de vaca?
Adefina o adafina (del árabe ad-dafina, la oculta o cubierta) era la comida que los judíos españoles, los serafadíes (Sfarad: España) colocaban al anochecer del viernes en un hornillo portátil de hierro, el anafe, cubriéndola con rescoldo y brasas para comerla el sábado, sin tener que trabajar ese día, respetando la ley mosaica. Se preparaba en una olla como la que nos muestran los grabados de aquellos tiempos y anteriores, redonda, de barro o metal, que comúnmente formaba barriga, con boca ancha y un asa, en la cual se colocaba cabrito o cordero trozado con cebollas, garbanzos, ajo y un poco de aceite. Una vez rehogado todo esto se le agregaba suficiente agua caliente e hierbas aromáticas. Finalmente se la dejaba en cocción lentísima y protegida para que estuviera en condiciones de ser comida el sábado.
Al superar el barrio judío, "aljama" y atravesar el recinto amurallado que separaba a los serafadíes del resto de la población española, y con ello perder su condición de alimento ritualizado, la adefina fue agregando ingredientes como otras legumbres, hortalizas, tocino, jamón, embutidos, carne de cerdo, transformándose en lo que se dio a llamar "olla podrida".
Casi tres siglos después, discuten sobre este plato Sancho Panza, en ese momento gobernador de la isla Barataria, y su médico, el doctor Pedro Recio:
"Y Sancho dijo:
-Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho.
-¡Absit! - dijo el médico - Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida." 
En el capítulo XLIX se refiere nuevamente Sancho al mismo tema:
"-Mirad, señor doctor: de aquí en más no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estomago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca a tocino, a ceceña, a nabos y a cebollas y si acaso le dan otros manjares de palacio los recibe con melindre y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeseré, y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo, porque somos o no somos; vivamos todos y comamos, en buena paz y compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece".
Espulgando en otras fuentes intentamos encontrar la diferencia entre "olla podrida" y "olla".
Las dos toman su nombre del recipiente en que se hace el cocimiento.
La diferencia estaría en la cantidad y la calidad de los ingredientes. La olla se preparaba con carne, panceta, legumbres, y hortalizas, en cambio la olla podrida tenía en abundancia jamón, aves, embutidos y otras cosas suculentas ya, que como vimos, puede "embaular y encerrar todo lo que él quisiere como sea de comer".
Eran platos de tres "vuelcos". En el primer tumbo se vertía el sabroso caldo. En el segundo, Los garbanzos y las hortalizas. Para el tercer vuelco quedaba la carne, el tocino, los embutidos y todo lo "que sea de comer".
Ambas "ollas" agregaron nuevos ingredientes después de la conquista de América por España: papas, batatas... y a su vez, los conquistadores trajeron, poco a poco, al Nuevo Mundo sus costumbres culinarias.
¿Cuando comenzó a usarse en la Península, para ese plato, el nombre de cocido? ¿O subsistieron simultáneamente ambas denominaciones?
Seguramente ocurrió como sucede con todos los vocablos de una lengua. Hay zonas menos comunicadas en las que se conserva un mayor número de arcaísmos y hay lugares donde el contacto con nuevos grupos permite la fácil introducción de neologismos. Probablemente subsistieron las dos denominaciones, olla y cocido, sin superponerse, de acuerdo a los diferentes lugares y circunstancias sociales.
En nuestro territorio la olla y el cocido español tomaron, al mestizarse a través de los años, el nombre de puchero, repitiendo la situación metonímica que se dio con la olla en España: puchero era la vasija de barro o de hierro fundido y esmaltado, alta, panzuda, con una sola asa junto a la boca, que servía para cocer la comida. El todo tomó el nombre de una de sus partes. La olla, llamada puchero, dio su nombre al sabroso plato criollo.
¿Desde cuándo se comía carne cocida en las Provincias del Río de la Plata?
Después que Garay fundó por segunda vez la ciudad de Buenos Aires (1580) trajo de Asunción, Paraguay, 400 cabezas de ganado vacuno.
A la región noroeste del país, incluida gran parte del territorio de la actual provincia de Córdoba, llegó ganado vacuno desde Chile. En esa tierra y en Santiago del Estero debe haber sido abundante en su número, ya que Garay, después de fundar Santa Fe lo requirió de esa zona.
Si bien la multiplicación del ganado doméstico no fue muy rápida, no sucedió lo mismo con el ganado cimarrón que se desparramó reproduciéndose. Eran animales sin mestizaje, cuya carne fibrosa necesitaba de horas de cocimiento sumergida en líquidos y que en general no tenía calidad para ser asada.
Los utensilios que se han conservado de esa época, ollas profundas de una sola asa, nos indican su especificidad: contener ingredientes que sumergidos en líquido debían hervir. Daniel Schavelzon, a través de sus "interrogatorios arqueológicos" al subsuelo de la ciudad de Buenos Aires, informa: "En los inventarios coloniales, es una presencia constante la de la olla y muy rara la del asador".
En otra ocasión nos dice: "Para nuestra sorpresa encontramos que en los pozos de la época de la revolución (de Mayo), los huesos no estaban quemados sino hervidos". [...] "Los gauchos llevaban una ollita de tres tapas: ahí dejaban hervir la carne hasta cinco horas". La parrilla horizontal como la que usamos ahora, no apareció hasta finales del siglo XIX.
Y aunque con el transcurso de los años la carne asada fue ocupando un espacio, en los primeros tiempos el hervido se dio en todo el territorio de las Provincias del Río de la Plata.
El sacerdote jesuita Florián Pauke, citado por el padre Guillermo Furlong, se refiere a un almuerzo habido en el Colegio Grande de Buenos Aires, esto es en el de San Ignacio, con el que se agasajó a los nuevos misioneros en 1749 y señalaba la serie de platos, seis o siete, que se sirvieron en él. Luego añade Furlong: "Aunque se hace poco menos que increíble parece que después de todo lo expresado y de cuando lógicamente se podría pensar en algún postre con que terminar el almuerzo, se sirvió el puchero, o como este se llamaba otrora, olla podrida".
Pauke dice continuando su descripción del almuerzo: "La carne de vaca había de cerrar las comidas y ser lo último, pero había de venir acompañada de otras carnes y condimentos".
A principios del siglo XIX, Sarmiento narra en uno de sus libros el accionar de los niños de la casa sopando con un pedacito de pan en el caldo gordo del puchero que preparaba la Toribia, la zamba criada en la familia.
Los hechos a los que se hace referencia corresponden al periodo que va desde 1816, año del ingreso de Dominguito a la Escuela de la Patria y 1821, en que Don José Clemente lleva al niño a Córdoba para intentar su ingreso al Seminario de Loreto, y su narración tiene tal naturalidad que nos queda la certeza de que en esos tiempos el puchero, con más o menos ingredientes, era el plato básico de los almuerzos en estas tierras.
A mediados del siglo XIX, con respecto a dicho plato, no había ya confrontación de culturas. Tan es así que lo encontramos entre los alimentos que formaban parte de los banquetes que ofrecieron los caciques ranqueles Mariano Rosas, Baigorrita y Ramón, en agasajo al coronel Mansilla en su famosa excursión.
Con los años fue sin duda el principal plato de los hogares argentinos. Se manifestaba como su antecesor el cocido, en tres "vuelcos", y continuó hasta el siglo pasado teniendo presencia en las mesas cordobesas.
Se podrá argumentar que abandonadas las combustiones a leña y carbón, el mayor inconveniente para su elaboración reside en el requerimiento de un largo tiempo de cocción, traducido en gasto de combustible. Pero tengamos en cuenta que al ser plato de tres "vuelcos", dará además sopa para la cena; y si se ha puesto suficiente zanahorias y carne, que como se somete a un proceso de hervor no necesita ser blanda, y cocinado generosamente papas, hasta podrá rendir para un salpicón para el día siguiente.

Delia Beltran En la huella de aromas y sabores.



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